dc.description | La primera vez que vi un filme de Teo Hernández (Ciudad Hidalgo, 1939 - París,
1992) fue en 2017, gracias a Andrea Ancira, quien entonces preparaba una edición
y selección inéditas de los escritos del cineasta, apenas conocidos tanto en francés
como en español, así como una exhibición retrospectiva en el Centro de la Imagen.
Se trataba de Mésures de miel et du lait sauvage (1981-1984), un filme sin sonido,
no lineal ni narrativo que registra, a la vez que recrea, el espacio urbano residual de
París, mediante un veloz montaje entre asociativo y plástico. En aquel entonces,
simplemente me hipnotizó el filme. Después, me acerqué a filmes de corte más
narrativo del mismo Hernández, tales como la tetralogía de Corps de la passion
realizada hacia finales de los setenta, en la que se explora una visión irreverente,
acaso herética, del cristianismo considerado como mitología “mestiza”. Por lecturas
comunes, pensábamos en Bolívar Echeverría y en el ethos barroco, porque además
de ese énfasis en la teatralización emancipada de la vida (para soportarla en cuanto
vida contradictoria imperial-capitalista) que notamos en Hernández, el mismo
cineasta refería el tema del barroco en sus apuntes...
Si el impulso barroco lleva a vestir el vacío, a reinventar la naturaleza
ahí donde no está (y el cine por su naturaleza efímera —proyección
en una pantalla vacía— es un supremo acto barroco); el barroco
también es gesto que quita, borra; tornado, huracán que despeja
buscando la forma precisa, concisa, la concentración. 1
Entre todos los elementos, fases o aspectos del fenómeno cinematográfico, aquí es
notable el énfasis en la proyección en cuanto acción en vivo, en público. Es decir, el
barroquismo del cine en cuanto animación o juego de formas visuales
encabalgándose, unas tras otras, vertiginosamente. O bien, el barroco como
gestualidad audiovisual y táctil que va del caos al orden y viceversa, sin cesar. “El
barroco no es exceso, es intensidad”, escribe páginas atrás el cineasta.
Efectivamente, uno ve las películas de Hernández, las formaciones en el aire, en el
agua, la licuefacción en bucle de geometrías clásicas o la reanimación de
arquitecturas góticas, como vemos en Nuestra Señora de París (1982), y no es
difícil hacerse la idea del barroco cinematográfico menos como “estilo” artístico
exuberante o laberíntico que como un principio operativo de transmutación o
desdoblamiento que aspira al infinito.2
Sin embargo, por atractiva que nos parezca la vía barroca (los estudios neobarrocos
recientes) para acercarse al cuerpo de obra de Hernández, hay que decir que se
trata de una sola entre otras posibles. Para no ir más lejos, Ancira misma lo ha
articulado en curadurías y programaciones de cine a través de núcleos temáticos
como el exilio y la migración, las identidades evanescentes, el travestismo, la
estética de lo táctil o háptico, las derivas metropolitanas, la disidencia sexual, y por
su puesto, la danza. Por otro lado, dejando de lado estas temáticas, lo que comparto
con la investigadora es la aproximación heterodoxa o experimental, que se
desenvuelve tensando las disciplinas humanísticas, sociales y artísticas
involucradas. | es_MX |